Esta semana nos han ofrecido una vivienda para gestionar comercialmente y, como nos ha sucedido más veces, los propietarios no sabían si alquilarla o venderla y nos pedían asesoramiento. Como hacemos siempre, hemos visitado la vivienda y los propietarios nos han explicado su situación. Por cierto, una conversación de lo más agradable, en la mesa de la sala con unas tazas de un cacao excelente de comercio justo. No me quedé con la marca, tendré que preguntarles la siguiente vez que hablemos.
En esa conversación he ido entendiendo que pasaban por una situación familiar complicada, que iba a haber cambios en la forma de vida de la familia, que esos cambios afectaban mucho en lo emocional pero no tanto en lo material y que había cierta inquietud (miedos, podría decirse) sobre cómo afectarían esos cambios a los hijos en el medio y largo plazo. Una vez que he entendido la situación les he dicho que, en mi opinión, desprenderse de la vivienda (alquilando o vendiendo) no les solucionaba nada, sino que incluso podría ser ese el verdadero problema. Les he planteado mi razonamiento y lo han entendido: lo mejor es dejar las cosas como están. Es más, han dicho que la solución les parecía buena pero les he insistido: no hay una solución porque no hay un problema.
El piso lo tenía ya alguna otra inmobiliaria que, evidentemente no les ha recomendado conservar la vivienda probablemente porque ni siquiera han tratado de entender cuál era la necesidad de esta familia. Para nosotros, ciertamente, supone perder una operación. Pero, honestamente, no podíamos hacer otra cosa. Lo contrario sería aprovecharnos de una familia que está pasando por una situación emocional que les dificulta tomar decisiones de manera objetiva. Está claro que perdemos una oportunidad para facturar en el corto plazo pero ganamos mucho más de lo que perdemos: obramos en coherencia con nuestros valores y la satisfacción y confianza de unos clientes que, sin duda, nos hemos ganado como prescriptores.